Archivos para diciembre, 2010

El limbo

Publicado: 2010-12-23 en relato

Se oye un leve pitido en la sala de espera, ¡pip!, y el teleindicador que mostraba el número R910 pasa a mostrar el número R911. El portador del número R911 se levanta y se encamina hacia el mostrador de REGISTRO. Es un hombre joven. Demasiado joven para estar ahí. Lleva una carpeta azul de gomas, llena a rebosar de una cantidad fabulosa de papeles y formularios. «Esta vez, sí», piensa. Por fin lo tiene todo para hacerse con el concurso y acceder a la plaza. La carpeta cae sobre la mesa con estruendo, ¡blam!, y el joven se toma un momento para recuperar el aliento antes de hablar.
-Aquí está toda la documentación que me faltaba, junto con la actualización de la que ya traje en su día. Tal y como me pedíais. La vida laboral, la solicitud de acceso, el expediente académico, la carta de recomendación del párroco de mi barrio y el certificado de buena conducta. Los formularios E310, E330 y E789. El aditivo E300 y el certificado de compra del líquido embalsamante. Todo fotocopiado, sellado, compulsado y por quintuplicado. Escrito en letra verdana 12 puntos, con interlineado doble, a una cara y metido en sobres A-4 sin lacrar.
-¿Trae el certificado de defunción? -pregunta uno de los dos funcionarios, desde el otro lado de la mesa.
-Desde luego -responde el joven-. Fue toda una aventura conseguirlo, pero aquí está. El certificado de defunción.
-Bien.
El funcionario recoge la montaña de papeles. Entre todos aquellos legajos, el certificado de defunción y la factura del líquido embalsamante tienen un extraño aspecto de materialidad. Los va colocando, uno a uno, en un cajón. La funcionaria que está sentada a su derecha le lanza una mirada de complicidad y al funcionario se le escapa una sonrisa irónica. Al joven no le gusta aquello.
-Eh, un momento. ¿Qué pasa? Os he traído toda la documentación que me pedíais. ¿No?
-Sí, sí, claro -responde el funcionario.
-Y la he traído en fecha, si no me equivoco. El plazo de alegaciones terminaba pasado mañana. ¿No?
-Correcto. El plazo de alegaciones concluye pasado mañana.
-Entonces, ¿qué pasa? Acabo de ver como os reíais de mi documentación.
La funcionaria de la derecha mira al joven con dulzura.
-Es que… A ver… tú vienes aquí, con toda tu buena intención, habiendo hecho las cosas bien. Habiéndote portado bien, como quien dice. Y nosotros no podemos evitar…
-Evitar qué, señora -inquiere el muchacho.
-Lo que mi compañera quiere decirte -añade el funcionario- es que… ya sabes cómo son estas cosas.
-No. No sé cómo son estas cosas -responde, enfadado, el joven.
-A ver, chico -pregunta la funcionaria-, ¿tú tienes padrino?
-¿Cómo padrino?
-Que si conoces a alguien en el comité de selección.
-No.
-¿No conoces a nadie en el comité de selección?
-¿A quién voy a conocer yo del comité de selección? ¿A San Pedro?
-Podría ser -dice la funcionaria-. Hay gente muy bien relacionada.
-Lo que mi compañera quiere decirte -continúa el funcionario- es que, si no tienes ningún padrino en el comité de selección, no tienes ninguna posibilidad de acceder. Ya sabes cómo son estas cosas…
-No. No sé cómo son estas cosas. ¿Por qué no tengo ninguna posibilidad?
-Si dices que te hemos dicho esto, lo negaremos. A ver: las plazas para el lugar al que tu quieres acceder  están ya dadas, tienen todas ya dueño…
-¿Qué?
-…y son todas para la gente que viene con padrino. Amigos.
-¡Pero -el joven está indignado- eso es una vergüenza! Entonces, ¿para qué se hace un concurso público?
-Hombre, hay que mantener las formas -responde la funcionaria.

El joven se ha puesto rojo de ira.
-Me he hartado -dice-. Llevo toda mi vida preparándome para acceder a este lugar. Toda mi vida. Y las últimas semanas me las he pasado, como alma en pena, reuniendo toda la documentación que me habéis pedido. He cumplido religiosamente todos los requisitos y mandamientos. Según el baremo que aparece en las bases que habéis publicado, mi puntuación debe ser altísima. De las más altas. Seguro. Pero ahora resulta que para entrar se te tiene que haber aparecido un santo.
-Bueno, yo que tú -dice la funcionaria, alisándose un pliegue de su túnica blanca-, lo seguiría intentando, mi alma. Total, tienes todo el tiempo del mundo. Y este es un muy buen puesto. Y es para siempre.
-Paso. He hecho todo bien durante toda mi vida y parece que no ha servido de nada. Se me ha agotado la paciencia. No aguanto ni un minuto más en el limbo. Me voy Abajo, que seguro que es mucho más fácil entrar.
-¡Uyyyy! ¡Abajo! -exclama la funcionaria- Lo de Abajo lo privatizaron, pero es muy difícil entrar, igualmente. Si no tienes contactos, muy complicado.
-Bueno -tercia el funcionario-, a veces, el mismísimo señor Cerbero entrevista personalmente a los candidatos a acceder a Lo de Abajo. Si le caes en gracia, tienes alguna posibilidad de entrar sin enchufe. Pero, para eso, tienes que demostrarle que eres un auténtico cabrón sin escrúpulos, cosa que veo complicada en tu caso.

El señor Cerbero es el jefe de admisión de personal de Lo de Abajo, del mismo modo que el señor San Pedro es jefe del mismo departamento en Lo de Arriba. El señor Cerbero es un perro de tres cabezas, mientras que el señor San Pedro es un anciano de barba blanca y aspecto apacible. Pero el funcionario no ha tenido tiempo de explicar nada de esto al joven: han tocado las dos en punto en el reloj de las oficinas centrales de las Puertas del Cielo y el funcionario, su compañera y el resto de empleados han salido volando (literalmente) o se ha desvanecido  mágicamente entre la bruma de las nubes. El joven se ha quedado sentado frente al mostrador vacío, mirando hacia la nada eterna y asumiendo que, pese a lo mucho que se ha preparado, le tocará quedarse en el limbo durante el resto de su muerte.

El autoestopista

Publicado: 2010-12-11 en relato


La enfermera entra en la habitación y ve que el joven se ha despertado. Parece algo confuso aún. Una pesada escayola en la pierna derecha le impide levantarse por su propio pie e ir al baño.

–¡Quieto! –le ordena la enfermera– No intentes levantarte. La escayola está húmeda todavía y puede romperse.

–Tengo ganas de mear.

–No te preocupes. Ahora mismo te traigo una cuña.

La enfermera entra en el servicio y sale en seguida con una especie de gran cantimplora de plástico gris en la mano. La boca de aquella cosa es un cilindro que tiene exactamente el tamaño y la forma del cartón de los canutillos de cartón del papel higiénico. Por ahí, se supone, hay que introducir el pene para orinar. El joven pone cara de asco.

–No te agobies. Me doy la vuelta –dice la enfermera.

–¿Qué le ha pasado a la chica? –pregunta él.

–¿Qué chica?

–La chica que conducía.

–No sé de quién me hablas. Creo que aún estás un poco confuso. Es normal, no te preocupes. Es cosa de la anestesia –añade ella, aún de espaldas al muchacho.

–Había una chica –insiste él–. ¡Joder, cómo me duele!

–Ya. Te duele. Claro que te duele. Tienes la tibia y el peroné hechos trizas. Ha habido que ponerte un clavo atravesando el hueso calcáneo para fijarlos. Con suerte, sólo te quedará una leve cojera. Pero tendrás que llevar la escayola entre tres y cuatro meses. Bueno, ¿has terminado ya con la cuña?

–Sí.

–Trae. Dámela.

–¿Y la chica? –vuelve a preguntar el muchacho, mientras le tiende a la enfermera el recipiente, lleno de orín– La chica que conducía el coche. ¿Qué le ha pasado a ella?

–Tengo que irme. Si necesitas algo, puedes pulsar el botón que hay en la cabecera de la cama, a la derecha. Si no, te veré a la hora de cenar. Verás como en un rato te encuentras más despejado y te entran unas ganas de comer terribles. Cosa de la anestesia. Bueno, hasta luego.

**

La enfermera se ha marchado. El joven está tendido en la cama mirando al techo con una sensación de embotamiento que no había sentido nunca antes. Cosa de la anestesia. Lleva una cresta de pelo lacio. La cara de niño y la barbita fina, que le crece a trozos sí y a trozos no, le hacen aparentar menos de 19 años. Todo el costado derecho le quema, lleno de arañazos y deshollones. “¿Y ella?”, piensa. “¿Qué le ha pasado a ella?”. Se siente horriblemente asustado y culpable. Empieza a llorar. Tarda un rato en darse cuenta de que no está solo en la habitación.

–¿Qué te ha pasado, chico? –pregunta el anciano que ocupa la cama contigua a la suya– ¿Cómo te has partido la pierna?

–Haciendo autoestop –dice el joven, sorbiéndose los mocos.

–¿Te han atropellado?

–No exactamente.

–¿Entonces?

–Pues… –el joven rompe a llorar de nuevo.

–Bueno. No te preocupes, ya me lo contarás.

El joven hace un esfuerzo por contener el llanto y retoma la historia.

–Estaba haciendo autoestop. No hay mucha gente de mi edad que haga autoestop en solitario, pero a mi me gusta. Cuando me agobio de mi casa, del barrio, de mis padres, de la gente… pongo cualquier excusa y me voy haciendo autoestop hasta donde sea. Tengo unos amigos en Granada, así que, esta vez, iba a Granada. Un conductor me había llevado hasta Yecla, así que me puse a esperar a otro conductor en un área de servicio a las afueras. Junto a la carretera que va de Yecla a Caravaca de la Cruz.

–Ah, Caravaca. Muy bonito. Lo conozco, pero hace muchos años que no voy…

–Tras varias horas haciendo dedo en el área de servicio de Yecla, paró una chica que conducía un Seat Alhambra rojo. Era una chica poco mayor que yo, de unos 21 años. Muy guapa. Un poco pija. Se llamaba… se llama Sandra. Le dije que iba hacia Granada y me dijo que ella también. Así que pensé: “perfecto”.

»Bueno, pues monté. Ella primero puso un CD, Pignoise o algo así, y al rato empezó a hablar. Me contó que estudiaba empresariales. Yo le dije que yo hacía trabajo social. Bueno, lo típico en estos casos. Íbamos hablando, entretenidos y tal. Pasaron tres cuartos de hora o así cuando me dijo: “Bueno, pues ya hemos llegado”.

»Yo le contesté: “¿Qué? ¿Cómo?”. No quería ser maleducado, pero era un poco fuerte. No estábamos en Granada, por supuesto, porque, claro, no había dado tiempo ni de coña, pero tampoco estábamos en ningún lado que pillase de camino a Granada: ni en Jumilla, ni en Caravaca, ni en La Puebla de Don Fadrique. No. Estábamos en Moixent, que está justo en la dirección contraria.

»Ella dijo: “Ahí va. ¡Qué despiste! Es verdad. Que íbamos a Granada. Lo siento”. Yo flipaba en colores, claro. Pero ella se disculpó un montón de veces y me dijo que daba la vuelta y que sólo tardaríamos un poco más en llegar a Granada. Estuve de acuerdo. Nos pusimos a hablar de música. Le conté que, bueno, que yo toco en un grupo de música y resultaba que ella toca la guitarra. La verdad es que parecía muy maja. Así se nos fue más o menos una hora. ¿Sabe usted lo que pasó al cabo de esa hora?

El anciano le está mirando con aire un poco confundido y no contesta, pero el joven sigue con su relato.

–Pues, al cabo de esa hora, llegamos a una ciudad que no es ni por asomo Granada y ella me dice: “Bueno, pues ya hemos llegado”. Y yo le digo: “Oye. Oye, que esto… esto es Alcoy”. Justo vi el rótulo en ese momento: ALCOY. Y ella me contesta: “Ahí va. ¡Qué despiste! Es verdad. Esto es Alcoy”.

»Increíble ¿No? Bueno, me dijo que, ya que estábamos en Alcoy, iba a aprovechar para saludar a unos amigos, pero que la esperase un segundo en el coche y que, de verdad, me llevaba a Granada. A mi me parecía muy fuerte toda la movida, pero, total, era una piba maja, muy guapa además. Y yo, en realidad, no tenía ninguna prisa. Así que la esperé. A veces, importa más la compañía que el viaje en sí. ¿No? Arrancamos y seguimos el viaje hablando de Zapatero, la crisis económica y cosas así. Seguimos un rato por la misma autovía hasta que ella dijo: “Bueno, para Granada es esta salida”. Yo le respondí: “Perdona, pero ahí pone Xixona”. “Ahí va. ¡Qué despiste! ¡Perdona!”.

»Yo empezaba a estar preocupado. Pero, bueno, Sandra tenía una conversación entretenida. Era una buena compañía para viajar. Era una persona muy inteligente. Súper culta. Era un gustazo hablar con ella. Al principio. Me sentía muy cómodo, algo que no suele pasar a menudo con los conductores que te cogen haciendo autoestop. El único problema es que parecía que era un poco despistada.

»En fin, al cabo de otra media hora dijo: “Bueno, pues ya estamos en Granada”.

» “Oye, Sandra. Esto es Elda”.

» “Ahí va, perdona. Es verdad”.

El joven espera que el anciano comente algo, cosa que no hace. La pierna derecha, aprisionada bajo el peso de la escayola húmeda y fría, le duele cada vez más. Repara en que el viejo tiene dos muletas al lado de la cabecera de su cama y sigue con su historia:

–Eso me dijo… ¡Joder! ¡Cómo me duele la pierna!… En ese momento yo ya le pregunté: “Oye, tronca, ¿de verdad vas a Granada?” Y ella me dijo que sí, que claro que sí, que de verdad que sí. Que no tenía ningún motivo para mentirme, que bla bla bla. Así que, nada, seguimos el trayecto por la misma autovía. Al rato, nos desviamos por una carretera local y al cabo de unos minutos ella dice: “Bueno, pues ya hemos llegado”.

»Por supuesto que aquello tampoco era Granada. Era Tobarra. Le dije que si me estaba vacilando o qué. Que si era una broma. Ella me dijo que no, que de verdad que no, que era sólo un despiste. Que no sabía que le estaba pasando. Yo le respondí que daba igual, que no se preocupara, pero que me dejase bajar ahí mismo. Ella no me dejó. “Tranquilo, tranquilo, que ya te llevo a Granada”.

»No pasaron ni tres cuartos de hora cuando ella me volvió a decir que ya habíamos llegado. Estábamos en Yecla. ¡En Yecla! Le dije: “esto es otra vez Yecla”. “Ahí va, perdona, ¡qué despiste!”, me contestó. Le pedí otra vez bajarme del coche y no me hizo ni caso. Estábamos yendo otra vez hacia Moixent y le dije que esa no era la dirección. Ella me contestó muy borde que sabía perfectamente cómo se iba a Granada y que no me iba a consentir que le diese lecciones porque me estaba haciendo un favor llevándome. “Muy bien”, le respondí. “Entonces para y deja que me salga del coche”. No me hizo ningún caso.

»A los 45 minutos estábamos otra vez en el puto Moixent. “¡Esto es el puto Moixent!”, le dije. “Si es una broma, no tiene ni puta gracia”. Ella me contestó que no era ninguna broma. A la media hora pasamos otra vez por Alcoy. Esta vez no paramos. Estábamos dando vueltas en círculo. Le dije que estábamos dando vueltas en círculo y que no íbamos a llegar nunca a Granada. Yo estaba cada vez más nervioso, pero ella también. Me contestó a gritos, mirándome a la cara y desatendiendo la carretera. Íbamos a 140 y creí que saltábamos por encima de la mediana. Me dijo: “Mira, tío: no es tu coche, no eres tú quien conduce. Así que no te quejes. Si tienes tan claro adónde quieres ir y por dónde quieres ir, ve tú solo por tus propios medios. Te compras un coche, un billete de autobús o unas zapatillas de hacer senderismo. Pero si vienes conmigo, en mi coche, vamos a ir por donde yo diga y punto”.

»Yo estaba asustado, tenía cada vez más miedo. Cada vez que le decía que me quería bajar, ella se ponía más nerviosa. Tenía verdadero miedo de que nos la pegáramos. Volvimos a pasar por Alcoy, Xixona, Elda… estaba acojonado. Me preguntaba qué quería de mí esa tía. Qué me iba a hacer. ¿Estaba loca o qué?

»Cuando llegamos a la carretera local que se desvía hacia Tobarra, aproveché un cruce, un tramo en el que hay que ir muy despacio, para abrir la puerta e intentar saltar del coche en marcha. Pero me olvidé de quitarme el cinturón. Ella se dio cuenta de que me lo intentaba desabrochar y que la puerta de mi lado estaba abierta. Me gritó: “¿qué haces?” Pegó un volantazo y nos fuimos derechos contra un coche que venía de frente. ¡Y crash!
»Creo que en algún momento debí salir disparado por la puerta. Recuerdo haber oído un estruendo, como de cristales rotos. Recuerdo dar vueltas y recibir golpes. Nada más. Lo siguiente que recuerdo es esta habitación.

El anciano se ha quedado dormido y ronca suavemente. El joven está mirando al techo, que en sus ojos aparece distorsionado por las lágrimas, y acaba de tener una idea.

–Abuelo. Abuelo, despierte.

**

La enfermera ha vuelto a entrar en la habitación. Ha dejado dos asquerosos menús de hospital sobre una mesa y ahora está mirando hacia todas partes. Abre la puerta del baño. Abre el armario ropero. A continuación, se dirige hacia la cama del anciano.

–Oiga, señor Juan.

–¿Sí? –responde el viejo.

–¿Sabe, por un casual, adónde ha ido el joven que estaba en la habitación de al lado?

–No.

–¿No?

–Le he dejado mis muletas.

–¿Qué? ¿Cómo? –exclama la enfermera– ¡Pero bueno! ¿Cómo se le ha ocurrido hacer eso?

–Es que me las ha pedido. Me ha dicho que se las dejara, que tiene que ir a buscar a una amiga suya que también está en el hospital. Estaba muy preocupado

–A ver, señor Juan. No hay ninguna amiga de ese chico en el hospital.

–Él me ha contado que estaba en un coche, con una chica. Conducía ella. Y tuvieron un accidente.

–Ya. Eso es lo mismo que le contó al conductor de la ambulancia que le recogió y a la Guardia Civil, que le tomó declaración antes de que le metiéramos en el quirófano. Por lo que yo sé, al chico le han debido atopellar. Ha aparecido tirado sin más en una cuneta de una carretera que no tiene casi tráfico. No hay ningún coche rojo involucrado. Ni ninguna chica. La policía ha estado buscando y no hay ningún vehículo accidentado en los alrededores, ni ninguna otra persona herida. El suyo es el único ingreso por accidente de circulación que hemos tenido hoy.

El anciano reflexiona un momento.

–Oiga, enfermera. Si el joven no vuelve, ¿me puedo comer las natillas de su postre?